Abuela Ana
Faltaba poco más de un mes para mi décimo cumpleaños cuando mi abuela paterna, Ana María Ruiz Peinado, falleció a causa de esa cruel enfermedad que, cuando viene de frente y te mira a la cara, no puedes hacer nada para abatirla. Recuerdo que una mañana de septiembre, me dijeron que la llevaban al médico y ya no salió del hospital hasta finales de octubre cuando, sobre las siete de la mañana, me despertó un mar de lágrimas en casa porque había acabado su sufrimiento. Durante el tiempo en que estuvo hospitalizada, me colaban en horario de visita hasta que su enfermedad se agravó. Un domingo, tras la sesión vespertina de cine, fue la última vez que la vi con vida: estaba sentada en una especie de hamaca que había en la terraza a la que podía acceder desde su habitación, con su figura iluminada por un sol que ya estaba poniéndose. Estuve con ella. La abracé, como siempre. Hablé de cosas seguramente rutinarias, sin importancia. Una enfermera entró entonces para hacerle la cura: “El niño debe salir fuera”. Me fijé en un paquete de galletas, María Hojaldradas, que había en su mesita. Las odio desde entonces por la relación que establecí entre ese dulce, lo último que vi de ella, y el trago amargo que sorbimos todos unas semanas después.
De mi abuela Ana no se me olvida su pelo blanco, muy fino y frágil; su pequeñez, una pequeñez que contrastaba con su voz potente, especialmente cuando salía al portal a defender a su nieto de los niños que le hacían algo. Y los huesos de su cara, que notaba cuando le daba besos. Tengo grabada en la mente su imagen en la butaca de la salita de mi casa de barrio, haciendo arte con su punto de cruz, que luego se convertía en un cuadro. En no pocas ocasiones, mientras me ponía con los deberes, estudiaba o jugaba solitariamente en mi dormitorio, pensaba de pronto en lo viejecita que era y cuánto deseaba que nunca le pasara nada: entonces, dejaba todo lo que estuviera haciendo en ese momento y corría a abrazarla al comedor (siempre me situaba tras ella, para abarcarla más), besarla y decirle lo mucho que la quería… o le pedía perdón si, como niño que era, no me había portado bien con alguna mala respuesta que le hubiera dado.
Su olor, me gustaba olerla, especialmente cuando tenía su
bata puesta. Cuando veo “La mitad del cielo” (1986) de Manuel Gutiérrez Aragón y
Ángela Molina recibe a su abuela que viene del pueblo a la capital, emocionada
y oliéndola una y otra vez, me veo a mí mismo, reconociéndome perfectamente en el
sentimiento que experimentaba la protagonista de aquella preciosa película.
Sus batas… y sus vestidos oscuros de lunares y pequeños
motivos blancos. Así se vestía cuando me acompañaba al cine los sábados o domingos,
y los días en que ella me notaba aburrido y me llevaba a dar una vuelta, despacito,
como sus pequeños pasos, desde la barriada de Los Rosales hasta Hadú, que no pocas veces concluían en una merienda en forma de pastel.
Mi abuela Ana nació en Linares. La vida la llevó a Córdoba, donde tuvo a su hija; Tánger, donde dio a luz a su segundo hijo y a Tetuán, donde parió a mi padre, en la época del Protectorado español. Allí vivía, humildemente, cosiendo para la calle o haciendo arreglos para las tiendas de algunos de sus hermanos. Le gustaba contarme cosas de su pasado, como si fuera su confidente, y yo me quedaba embelesado. Sus numerosos hermanos y hermanas (que viajaron para despedirse de ella en vida) se desplazaron a la península y tuvieron infinita mayor suerte que ella, viuda a finales de los cincuenta, obligada a salir adelante con lo que sabía hacer, sus trabajos de costura, y la compañía y ayuda de mi padre, el menor de sus hijos, que tuvo que dejar sus estudios a los once años para arrimar el hombro en las tiendas de sus tíos mientras el hermano mayor andaba ya inmerso en sus estudios universitarios.
El fin de la época del Protectorado la trajo a Ceuta, a un piso de alquiler en Hadú, siempre junto a mi padre, que intentó intensificar su
ayuda y mejorar la suya propia yéndose a Madrid a trabajar para sus tíos (entiéndase “trabajar”
como sinónimo de explotación), hasta que decidió meterse en la Guardia Civil. “No
le quedó una triste paga: murió sin una paga”, ha lamentado siempre mi padre.
Por los comentarios de mi padre, mi abuela Ana tenía conciencia de clase: me confesó que en las primeras elecciones votó al PSOE. Le gustaba mucho Felipe González. Recuerdo el día en que ambos votaron, junto a mi madre, en el antiguo Parque de Bomberos, situado entonces en El Morro, siempre en las inmediaciones del sempiterno Hadú. Cuatro días después de su muerte, el PSOE ganó por mayoría absoluta las elecciones. No lo vio, no lo disfrutó ni sé el grado en que lo disfrutaría, pero fue su pequeño triunfo dentro de una vida que no fue fácil y en la que siempre ejerció de superviviente.
De niño, me llamaba la atención que no sonriera mucho en las fotos.
Su semblante era triste en ellas. Si sonreía parecía forzada, no por
temperamento: era pura bondad, pura humanidad, incapaz de un mal gesto, de una
mala contestación, de una subida de tono, de ofender a nadie. No la
recuerdo especialmente religiosa ni tenía empeño alguno en ir a misa. Ignoro
cuál era el nivel de sus creencias. Sí que era algo supersticiosa: no soportaba
ver el pan bocabajo. En cuanto lo veía, o lo ponía ella al derecho o me lo
decía a mí: "Trae mala suerte". A mí, que no soy creyente ni supersticioso, se me ha quedado esa
manía: en cuanto veo el pan bocabajo, le doy la vuelta.
“Mi Fali, mi Fali”, se refería a mí. Además del arrastre nocturno, jornada tras jornada, de la cama de mueble donde dormía en el comedor que aún resuenan nítidos (¡qué tranquilidad me daba que mi abuela durmiera antes de llegar a mi habitación, con lo miedica que era: en mi mente infantil era como si me protegiese!), dos últimos recuerdos conservo de
ella como si esos hechos hubieran tenido lugar hace apenas un instante: el
interés que le suscitó la retransmisión televisiva de la boda de Diana de Gales y Carlos
de Inglaterra (no quitó ojo de la pantalla desde que comenzó hasta que concluyó) y las vacaciones
que pasamos en Arroyo de la Miel, Málaga, en septiembre de 1981, un año antes de que
falleciera. No me despegaba de ella, sobre todo porque la lámpara de la mesita
de noche del cuarto donde dormía, en el apartamento que alquiló mi padre, me
dio un buen corrientazo y creía que le iba a pasar algo. De camino a Ceuta, la
miré en el coche, a unos treinta y tantos kilómetros de Algeciras: pensé, una
vez más, que aquella viejecita me durara mucho, que nada le pasara. No hay vez,
aún hoy en día, que pase por ese lugar y no recuerde su perfil junto a la
ventanilla y aquel pensamiento, aquel deseo que, desgraciadamente, no se
cumplió.
Hace más de cuatro décadas que mi abuela Ana se evaporó, pero no ha dejado de estar presente todos los días de mi vida, como si fuera mi talismán, una suerte de ángel de la guarda desprovisto de cualquier motivación religiosa, supersticiosa o mágica por mi parte. Siempre ha estado conmigo de algún modo u otro. En mi cartera, por ejemplo. Conservaba como oro en paño una foto suya del año 1978 que me dio metida en una funda de plástico rojo donde rezaba impreso en letras doradas “Foto-Estudio Arbona”. El día antes de mi boda civil me robaron la cartera en pleno centro de Ceuta: no me dolió la cantidad de dinero que tenía dentro, recién sacado del banco, ni la documentación extraviada sino la pérdida de aquel portafotos. Grité de rabia, llorando en casa, porraceando la pared, vencido. Años después, mi padre buscó la misma foto, que vuelvo a tener siempre conmigo… pero no es aquello que me dio ella.
En 2007 obtuve la plaza a las oposiciones de Magisterio.
Llevaba diez años esperando a que saliera la especialidad de Primaria,
presentándome obligado a las de Educación Infantil, temeroso de aprobarlas
porque no soy un docente diseñado para esa etapa. Saqué el número uno, pese a
que no tenía ninguna confianza ni seguridad en mí mismo. Sentía auténtico pánico
a la parte final de la oposición, la oral, porque tartamudeo y pierdo el hilo
cuando estoy nervioso. Y ya lo creo que lo estaba. Era el segundo opositor en exponer, a
las cinco de la tarde, en pleno mes de julio, con un calor insoportable y el
corazón latiéndome a mil por hora. Llegó un momento en que noté que me mareaba,
conforme se acercaba el instante de enfrentarme al tribunal. Me eché agua en la
cara. No sirvió de nada, como tampoco sirvieron los dos Lexatin de 3 mg que ya
llevaba en el cuerpo. De pronto, sin venir a cuento ni acordarme tan siquiera
de ella, saliendo el compañero que acababa de terminar su exposición, se me
vino un pensamiento a la cabeza, aturdido, casi a punto de caerme al suelo: “Mi
abuela Ana va a entrar conmigo”. Al poner el pie en el aula donde debía hacer mi
defensa oral, se me quitó todo de golpe: adquirí seguridad, miré a los cinco compañeros/as
del tribunal a la cara durante la exposición, arriesgué con una programación y una
Unidad Didáctica de Matemáticas para 1º de Primaria que todos me desaconsejaban por lo
temerario que resultaba. No tartamudeé una sola vez: salió todo fluido. Sea como fuera, efectivamente,
mi abuela entró conmigo.
El personaje de la obra maestra de François Truffaut en “La habitación verde”, que interpretó ejemplarmente él mismo, se obsesionó, tras quedarse viudo, con dedicar un templo a los muertos ajeno a cualquier sentimiento religioso, donde cada fotografía y cada vela recordara a cada uno de ellos y los mantuviera vivos de alguna manera. Me sobrecoge la película y me sobrecoge mi nexo de unión invisible y luminoso con mi abuela Ana. En aquella obra, el protagonista también echa a un cura mientras con palabras huecas intentaba dar consuelo a la pérdida de un ser querido. Quizás mi animadversión por la religión y por los curas comenzara cuando escuché a mi padre comentar, indignado por su falta de respeto, que el cura del Hospital Militar pasó el cepillo para pedir la voluntad de los asistentes durante el responso que le dedicó, con ella de cuerpo presente.
Tras aprobar las oposiciones, me armé de valor y me prometí
a mí mismo llevarle al cementerio (lugar que no pisaba desde que era niño por
mi aprensión y mis miedos irracionales) un ramo de flores todos los domingos. Hubo
ocasiones en que fui la única persona que andaba por allí, ya que ni el peor temporal
(y los hubo) me detenía. Pasado ese tiempo, intenté conservar la costumbre,
pero me fui dando cuenta de que, en su nicho, solo quedaban sus restos, que
solo había oscuridad, sordidez y tristeza. Ni rastro de la luz con que la recordaba y
recuerdo. Dejé de ir porque no es allí donde simbólicamente está, sino a mi
lado, iluminándome y protegiéndome, a mi lado, en mi mente, en mis recuerdos, en mi cartera, en mis
pensamientos, en ese pan que fortuitamente está bocabajo, en aquello que deseo
que salga bien para mí y para los míos.
Te quiero, te siento, abuela Ana, y no hay sentimiento religioso
que roce o se acerque a lo que eso significa para mí, un átomo en el universo que no requiere ni del cielo ni del infierno que llevan siglos vendiéndonos.
Muy bonitos sentimientos los que muestras en estas palabras y no sólo hacia Ana, tu abuela.
ResponderEliminarMuchísimas gracias, Joaquín. Era algo que tenía que sacar fuera. Un abrazo enorme.
EliminarPrecioso hijo , lo he pasado muy mal leyendo lo que has escrito. Pero ha merecido la pena. Te quiero mucho
ResponderEliminarUn beso muy grande, papá. Si tú eres así es gracias a ella.
EliminarCuanto amor y ternura. 💖
ResponderEliminarMuchísimas gracias. No podría haberlo escrito de otro modo.
EliminarQué homenaje más bonito y merecido a tú abuela Ana Fali,ella desde el cielo se sentirá muy orgullosa de ti.Verdad....era una persona buena y encantadora y una gran luchadora en la vida para sacar a sus hijos adelante.Ahora ya descansa en paz y vive en el recuerdo de su familia.Seguramente tú siempre te sentirás acompañado de ella.Un beso
ResponderEliminarUn beso y abrazo enormes. Muchas gracias.
EliminarQue bonito, me he emocionado!! Las abuelas son mágicas yo todos los días me acuerdo de mi abuela Isabel❤️
ResponderEliminarSí que son mágicas, Eva. Un abrazo.
EliminarBellamente descritos tus sentimientos hacia una abuela que tan positivamente te ha abierto caminos de humanidad sin condicionarte. Su espíritu vive en tí porque la muerte no existe. La vida se reafirma en la muerte.
ResponderEliminarMe ha emocionado tu comentario tan bello como cierto. Muchísimas gracias.
EliminarEl amor por nuestras abuelas es invaluable. Cuidarlas es un acto de gratitud por su sabiduría y cariño incondicional. Honremos su legado protegiéndolas y demostrándoles nuestro afecto diariamente.
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