Apostatado

 "Amarás a dios sobre todas las cosas". Cuando, entre finales de los setenta y principios de los ochenta, me enseñaron los diez mandamientos en aquel cole unitario de la EGB donde la religión era obligatoria y evaluable a todos los efectos, no entendía el primero de ellos. Me confundía, me contrariaba, me molestaba. No podía aceptar de ningún modo, siendo además hijo único, el hecho de amar más que a mis padres a un dios que no veía ni sentía, pero que me condicionaba en todo y para todo según aquellos espeluznantes y adoctrinadores catecismos cuya portada cambiaba de color según el curso en que te encontrabas, llenos de preguntas y respuestas poco inteligibles que debías aprender de memoria y vomitar, tal cual, como un autómata. Fue mi primera crisis con la religión.

Recuerdo que en las clases de catequesis que recibía los sábados por la mañana de cara a la primera comunión, entre 1980 y 1981, me hacía notar ante aquella guapa voluntaria seño Lola. Soltaba ocurrencias, tonterías, desviaba constantemente la atención de aquellas clases que no me interesaban nada: "Seño, con lo guapa que eres, no entiendo por qué no te dejas el pelo largo", le decía de forma recurrente. Pese a que le caía simpático, era raro que no acabara una clase de pie, apartado del grupo. Llegué a la ceremonia religiosa del gran día sin saberme una sola canción: movía la boca para disimular. Las melodías me parecían tontas y tediosas y los mensajes insoportables ("Alabaré a mi señor"). Aquello era una tétrica función de teatro en la que participaba porque era un trámite más de la vida en aquellos tiempos. Agradezco a mis padres que me vistieran de forma sencilla, porque así lo quisieron, en lugar de con aquellos trajes impersonales, tan horribles, encorbatados, de marinero o de almirante. El caso es que yo ya había hecho la primera comunión un año antes sin saberlo, escapándome de la mano de mi prima cuando la acompañé a la iglesia un domingo y me puse en cola para comulgar: creía que la hostia que tomaban los feligreses era uno de esos riquísimos e idénticos chicles blancos que vendían en los carrillos. Además de llevarme un gran chasco, aquello se me pegó al paladar y las pasé canutas. 

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Lástima haber sido jodidamente guapo de niño y que la guapura caducara años después. Porca vita...

La semana antes de la primera comunión tocaba confesarse. El día de autos me empeñé en quedarme en casa de mis tías a comer y, sin esperar a que me recogiera mi madre, me presenté en la iglesia con un polo blanco sucio con saña, lleno de manchas, sin duchar y con el pelo desaliñado. "¿Cómo manda usted al niño así a la iglesia, sabiendo además que le iban a hacer una foto?", le preguntó luego mi maestra, enfadada, a mi madre, que nada pudo hacer para arreglarme porque no le di tiempo para solucionar el desaguisado, tan solo a arreglarme un poco el pelo. Siempre que pienso en aquel episodio o mi madre lo refiere, no puedo más que soltar una maliciosa sonrisa, un pequeño triunfo visto con ojos actuales. Aquello, sin embargo, tuvo su reverso: me callé el pecado de hacer guarrerías (que no consistió más que en ver a escondidas los desnudos de los Interviús que se compraban en casa de mis tías). Callarse un pecado, según me contaron previamente, era sacrilegio, muy grave, situándose en la categoría de los mortales... pero a mí me daba vergüenza confesarlo a un señor que luego, cosas de la vida, dejó el sacerdocio por las mujeres y la política de derechas, acabando sus días envuelto en algún que otro escándalo sexual. Arrastré esa omisión con una culpa infinita y miedo de ir al infierno si me ocurría algo. Purgué aquello escapándome, sin que lo supieran mis padres, un 23 de diciembre a misa de ocho para implorar perdón, a solas con ese dios invisible: de ese modo, acababa el año en paz y comenzaba el siguiente purificado. Así fue como alivié aquel sentimiento absurdo que había corroído mi conciencia durante meses, desde aquel mayo en que recibí un pan redondo, aplastado e insípido llamado Cuerpo de Cristo.

La segunda gran crisis religiosa que tuve fue a la edad de trece años. No quería recibir el sacramento de la confirmación, pero mis padres, que nunca fueron de ir a misa ni especialmente religiosos, con tal de que saliera de casa y me relacionara con niños y niñas de mi edad, me obligaron a asistir a las catequesis. Solo fui a una de ellas: se hacían en la trastienda de la iglesia de Los Remedios (quizás la más clasista, radical y talibana de cuantas hay en Ceuta, seguida de cerca por la de San Francisco). La soporífera charla, llena de moralina, de aquel inexplicablemente famoso cura cuyo apellido era el diminutivo en plural de la palabra arena, acabó en una confesión obligada llena de preguntas por su parte.... hasta acabar en una que no debió hacerme, cuya respuesta quizás le excitara mientras -yo qué sé- se tocaba, pero que a mí me agredió profundamente por resultar tan directa e inoportuna: "¿Lees revistas guarras?". En ese momento, mientras respondía con una negación consciente a sabiendas de que mentía, cayó el telón para siempre. ¿Quién es usted, viejo asqueroso, para hacerme esa pregunta? ¿Y qué le importa si lo hago? ¿Qué forma es esa de invadir algo tan privado para mí y con lo que no hago daño a nadie? ¡Claro que leo revistas guarras! ¡Y veo las películas porno del vídeo comunitario los sábados por la noche sin que mis padres lo adviertan! ¡Y me pajeo cuantas veces quiero! Salí de allí diciendo rotundamente a mis padres que no solo no me confirmaría, sino que no quería saber nada más en mi vida ni de un cura ni de la religión.

Sin embargo, como si se tratase de una eterna maldición, en el instituto tuve que elegir la opción religiosa porque así se lo aconsejaron a mis progenitores, ya que a Ética y moral iban niños poco aconsejables. "Tú aguanta, Fali, qué más te da". Aguanté tres años, efectivamente. Recuerdo que el cura, con un apellido que recordaba a una palabra derivada de miga, me despidió en un pasillo vacío con un "Váyase a la mierda, señor Morata", simplemente porque le comenté que aguanté aquellas clases sin convicción, solo porque eran el mal menor a la alternativa. Pasados los años, no me cabe duda de que aquel inoportuno consejo fue muy clasista, me negó a mí mismo, a mi personalidad en formación, y que no habría dudado en optar por la alternativa. 

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¿Por qué abriría los dedos de la mano de esa forma? ¿Qué te pasaba por la cabeza, pequeño Rafa?

Aún hubo una tercera crisis, ya en mi destierro religioso, a finales de los ochenta: a los diecisiete años de edad, fui operado de una fístula que me mantuvo un mes entero en el hospital por un importante proceso infeccioso derivado de una negligencia médica. Cada dos tardes, recibía la visita de un individuo francamente desagradable, con un aire a esa excrecencia purulenta que es el periodista ultra Eduardo Inda: se trataba del cura del Hospital Militar. Me daba charla sin yo quererla ni tener ánimos para aguantarla: cada vez que entraba en la habitación, me invadía un sentimiento de miedo a la muerte y de profunda incomodidad... que luego fue sustituido por el asco. Su charla insustancial y vacía derivó pronto en un intento de captarme y convencerme machaconamente para ir a una especie de encuentro peninsular de juventudes católicas en un campamento, previo pago. Desde el minuto uno puse de manifiesto mi negativa, pero no le importaba: insistía una y otra vez en sus visitas. "Tú ve cuando te pongas bueno y si no puedes, que tus padres contribuyan con el dinero". Al cuarto o quinto acecho, harto, me armé de valor, aparqué mi habitual prudencia y lo corté en seco: "No siga, ni me interesa ni mis padres van a dar dinero aunque no asista. Además, yo no soy creyente. Le agradecería que no viniera a verme porque pierde el tiempo: lo único que me preocupa es el hecho de estar perdiendo mi primer mes universitario y no ir a un encuentro que ni me va ni me viene". Le cambió la cara cuando mi madre apostilló. Dejó de visitarme. Si nos veíamos por los pasillos del hospital, yo lo miraba con desprecio, sin saludarlo, y él a mí con evidente irritación y soberbia. ¿Con qué derecho creía que contaba como para permitirse esa injerencia en mi vida, ese asalto, ese presuponer que era una oveja más? 

Y así, como un espíritu libre mediatizado siempre por lo tangible, por lo real, por lo que se puede tocar, por quienes realmente te quieren y ayudan (o quieres y ayudas), por aquello que, materialmente, te hace vivir tu vida más bien o más mal, sacándole punta, esquivando sus envites o aceptándolos porque no queda otra salvo si, legalmente, quieres ponerle fin, pecando sin mirar hacia arriba, llego al día de hoy, en que no quiero que me exhale el más mínimo aliento una religión fundamentada en la caridad (que siempre implica una perversa subordinación del débil frente al fuerte), en el miedo, en el pecado, en la culpa, en el martirio, en el dolor, en el sacrificio, en el sufrimiento como forma de salvación; en cargar a cuestas con una cruz en vida para abrazar a un ser de luz que, al final de los tiempos, te hará resucitar si has observado y obrado de acuerdo a sus preceptos y le has sido fiel; una religión condicionada a un ser superior que no ha estado, ni está ni se le espera, con un hijo terrenal de cuyas andanzas dan fe cuatro parias de un tiempo en que una plaga o un temporal eran considerados un castigo divino, el mismo que nos espera si te desvías del camino. Y la concepción de esa religión como consuelo: no me vale que un familiar, cuya vida y enfermedad durante décadas lo llevaron a cotas de indignidad inasumibles, haya sufrido lo indecible porque dios lo ha querido. Sustituyan familiar por cualquier persona, joven, madura o anciana; un terremoto, una masacre, una guerra o cualquier horror. El consuelo como sumisión, como aceptación, como culminación banal del autoengaño o del engaño inducido, resuelto en una oración hueca: "Quien crea en mí, vivirá". 

Desde muy temprana edad, por mí mismo, salvo cuando tendí la mano a la impostura aceptando dar catequesis cuando tenía quince años en un colegio público simplemente porque esa experiencia me acercaba a mi deseo de ser maestro en el futuro, un acto adolescente egoísta e impulsivo que abandoné maldiciéndome por aparentar lo que no era ni sentía y por engañar a aquellos niños y niñas pese a transmitir lo que debía, decidí cambiar hace mucho religión por vida; sus preceptos por democracia, libertad, derechos, deberes y solidaridad; lo sagrado por la socialdemocracia, imperfecta y terrenal... Ser libre, sentirme libre, sin más ataduras y luchas que no sean las terrenales. 

Obsesionado con que el día en que deje de existir pueda haber un solo símbolo religioso, acto o persona que represente a dios en la Tierra sobre lo que quede de mí, he apostatado, he eliminado de una vez por todas la mancha de la religión de mi vida, presente desde aquel momento en que, porque no había otra posibilidad, fui bautizado sin preguntarme si quería pertenecer o no a esa secta. Ha sido muy fácil: mediante correo electrónico, me dirigí a la iglesia donde me bautizaron; pedí, adjuntando copia del DNI, mi partida bautismal exponiendo el motivo, la apostasía; hice un triste Bizum de quince euros por ello, siendo remitida vía mail casi al momento del pago; y luego envié la misma documentación junto a un modelo de solititud-tipo que encontré en internet al provicario general y vicario judicial de, en mi caso, la diócesis de Cádiz y Ceuta. Al cabo de una semana, recibí la pertinente notificación: "Atendiendo a su petición, ha sido usted dado de baja formalmente en la iglesia católica y no se expedirá certificado alguno de esta partida de bautismo sin permiso del ordinario". Se acabó.

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Comentarios

  1. No hay nada como ser fiel a uno mismo, sin ambages ni dobleces, con coraje y decisión
    Ha sido y es mucha la presión que el catolicismo y sus acólitos defensores han ejercido durante dos milenios y, para sorpresa de la humanidad, en este mundo que es ya de liberación irreversible del ser humilde que no se arrodilla más ante el poderoso.ENHORABUENA!!

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    1. Ese camino cuesta, pero si se llega a cierto punto hay que aprovecharlo. Muchísimas gracias.

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  2. ¡Fenómeno! Yo no he hecho el trámite, no obstante, comparto muchos sentimientos, como la forma de vivir la culpa, la confesión que me imponía una pena de oración, el sentirme mal por no ser buena... Era algo enfermizo para mí. Intenté ser quien debía cuando creí que eso era lo que debía ser... Mi alejamiento de creer en dioses ocurrió cuando imaginé el infinito del universo y sentí que era más grande que todo lo que me enseñaron en religión y no me confirmé.

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    1. Precioso y muy tú, Gloria, esa referencia a lo infinito del universo. Pues sí. Un abrazo enorme.

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  3. Estás en tu derecho de expresar tus propias vivencias respecto a cómo te transmitieron y sentiste la religión católica. No me encuentro en tu misma perspectiva aunque en mi etapa de formación encontré personas creyentes muy humanas que me abrieron caminos de comprensión, solidaridad y amor a la humanidad y cómo mejorarla.

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    1. Cierto. No he pretendido generalizar, sino hablar de una convicción que fue creciendo y creciendo. Hay personas buenas y muy humanas independientemente de sus creencias e ideologías... y no pasa nada no solo reconociéndolo sino estableciendo una relación cordial con ellas. Saludos.

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