Las pieles cinéfilas que me habitan

Detesto el juego de las listas cinéfilas. No me gusta confrontar (ni que enfrenten) películas o directores, ni someterlos al capricho de subirlos o bajarlos un peldaño en mi escala simplemente porque un buen día o cualquier circunstancia casual, sin fundamento, me lleve a ello. Tampoco, a menos de que se trate de un movimiento o una moda efímera y vacía (como, por ejemplo, el insufrible y felizmente olvidado Dogma, aquella ocurrencia absurda del no menos absurdo bluf que siempre ha sido Lars von Trier), soy amigo de utilizar el socorrido argumento de que el tiempo pasa por una obra o un autor porque creo que siempre conservan su valor dramático, sociológico, estético… y porque aquello que suponíamos que había envejecido puede irrumpir de golpe en el presente o llegar a explicar lo ocurrido en el futuro de un modo infinitamente más valiente y efectivo que cualquier película contemporánea (pongamos que hablo del cine de los setenta).

No, no soy amigo de las listas… pero también es verdad que no me puedo llevar a engaño y que, de vez en cuando, siento la necesidad, como un acto de reafirmación personal, de dejar constancia de la relación de directores que siempre me acompañarán, de los que no puedo ni quiero ni debo desprenderme, porque respiro por cada uno de sus planos, de su estética, de sus inquietudes. Son la piel que me habita y han hecho mejor, más feliz y más rica mi vida, mi forma de encararla, de pensarla, de reflexionarla.

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Tengo clarísimo que entre Buster Keaton y Charles Chaplin, éste ilumina las luces de mi ciudad; que, entre Godard y Truffaut, si de besos se trata no hay asomo de duda en robárselos al bueno de François; que, entre Ford y Hitchcock, causa auténtico vértigo la altura a la que se sitúa Alfred respecto de aquél. Si la vida sin pasión es inconcebible, tampoco puede existir el cine sin ella, al menos desde mi perspectiva personal: si un director no activa mi pasión, poco o nada puede hacer conmigo.

Aunque, in extremis y sin que asome posibilidad de duda alguna, siempre me llevaría a cualquier lugar a Fassbinder, a von Sternberg y a Almodóvar, estos son, en estricto orden alfabético, mis directores favoritos, acompañados al azar por una de sus obras, perfectamente intercambiables por cualquier otra de su filmografía que se encuentre a la altura.

  • Almodóvar, Pedro (La mala educación, 2002)
  • Bergman, Ingmar (De la vida de las marionetas. Aus dem Leben der Marionetten, 1980)
  • Buñuel, Luis (Él, 1952)
  • Chaplin, Charles (Monsieur Verdoux, 1948)
  • Fassbinder, Rainer Werner (Solo quiero que me améis. Ich will doch nur, dass ihr mich liebt, 1976)
  • Fellini, Federico (Casanova, 1976)
  • García Berlanga, Luis (Vivan los novios, 1969)
  • Hitchcock, Alfred (Marnie, 1964)
  • Kazan, Elia (El compromiso. The arrangement, 1969)
  • Kurosawa, Akira (Kagemusha, 1980)
  • Kubrick, Stanley (Barry Lyndon, 1975)
  • Murnau, F. W. (El último. Der letzte Mann, 1924)
  • Naruse, Mikio (Nubes dispersas, Midaregumo, 1967)
  • Pasolini, Pier Paolo (Mamma Roma, 1962)
  • Ripstein, Arturo (Las razones del corazón, 2012)
  • Sirk, Douglas (Ángeles sin brillo. The tarnished angels, 1957)
  • Sternberg, Joseph von (Marruecos. Morocco, 1930)
  • Stroheim, Erich von (Avaricia. Greed, 1924)
  • Truffaut, François (Las dos inglesas y el amor. Les deux anglaises et le continent, 1971)
  • Visconti, Luchino (El inocente. L’innocente, 1976)
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¿Y qué decir sobre el cine español, a menudo denostado tirando de todos los prejuicios y tópicos habidos y por haber, fruto del desconocimiento, dejadez y ausencia de fundamentos? Nuestra cinematografía, infravalorada por el público y descuidada por los distintos gobiernos democráticos de este país, ocupa un lugar importantísimo en mi cinefilia. En este caso, por puro capricho, no deseo destacar directores sino películas, auténticas joyas que brillan por derecho propio y que no se achantan ante títulos internacionales de postín.
  • ¿Qué he hecho yo para merecer esto! (Pedro Almodóvar, 1984)
  • Amantes (Vicente Aranda, 1992)
  • La madre muerta (Juanma Bajo-Ulloa, 1993)
  • Nunca pasa nada (José Antonio Bardem, 1963)
  • Plácido (Luis Gª Berlanga, 1961)
  • Bilbao (Juan José Bigas Luna, 1978)
  • Tristana (Luis Buñuel, 1970)
  • El diputado (Eloy de la Iglesia, 1978)
  • Pequeñeces (Juan de Orduña, 1949) 
  • El Sur (Víctor Erice, 1983)
  • El mundo sigue (Fernando Fernán Gómez, 1963) 
  • Atraco a las tres (José María Forqué, 1962)
  • Las truchas (José Luis García Sánchez, 1978)
  • Malaventura (Manuel Gutiérrez Aragón, 1988) 
  • Condenados (Manuel Mur Oti, 1953)
  • Mi calle (Edgar Neville, 1960)
  • El inquilino (José Antonio Nieves Conde, 1957) 
  • Pim, pam, pum… ¡Fuego! (Pedro Olea, 1975)
  • La tía Tula (Miguel Picazo, 1964)
  • Las bodas de Blanca (Francisco Regueiro, 1975) 
  • La aldea maldita (Florián Rey, 1930)
  • Mater amantísima (Josep A. Salgot, 1979)
  • Cría Cuervos (Carlos Saura, 1975)
  • Arrebato (Iván Zulueta, 1979)
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Vistas las filias, ¿qué hay de las fobias? No son pocas en mi caso. Soporto verdaderamente mal la verborrea y la cámara inquieta y egocéntrica de ese muermo que es Woody Allen, esté o no presente en escena: me dan igual los conflictos cómicos o dramáticos que plantea, incapaces de engancharme, como también las interminables y eternas miradas de ombligo de Theo Angelopoulos, tan frío, tan desapasionado, tan preocupado de hacer prestidigitaciones con la cámara, con la puesta en escena. Me parece infumable todo Peter Greenaway, el potaje radioactivo de sus obsesiones con ínfulas de artista bigger than life, otro gilipollas que engrosa la lista de quienes, desde este Arte, lo dan por muerto, perfecto exponente de la vacuidad y la pedantería del peor cine británico (si es que, salvo dignas excepciones, entre las que no se encuentra el plúmbeo Terrence Davies, la cinematografía de ese país fue buena). Salvando las distancias temáticas y formales, su equivalente en España sería Albert Serra, criatura pagada de sí misma y sufragada por cuatro críticos que ven una especie de genio donde no hay más que un desierto en que solo rebota el eco de sus provocaciones infantiles y sus insufribles tics de auteur inalcanzable. Ídem en relación a Leos Carax, Lars von Trier y especies de similar calaña.

Y puedo vivir perfectamente sin John Ford; sin Orson Welles (exceptuando Una historia inmortal); sin la mayor parte de títulos de Yasujiro Ozu; sin todo el Godard posterior a "Week-end", con la excepción de "Nombre: Carmen"; sin el Wim Wenders que no sea el de "Alicia en las ciudades", "El amigo americano" y "Paris, Texas"; sin las aberraciones barrocas que ha perpetrado siempre Emir Kusturica; sin la pureza desnuda del escalofriante monomio/binomio Straub-Huillet y su radicalismo excluyente; sin el Bertolucci posterior a "El conformista"; sin los westerns y los musicales. En resumidas cuentas, sin el cine que no me atrape por las vísceras, por los caminos de la pasión: que la Historia, los críticos y estudiosos, y los espectadores hayan consagrado unas hostias en el altar de la cinefilia, no significa que comulgues con ellos como un feligrés, máxime cuando eres una partícula con vida, sentimientos e intereses propios, independientes, únicos, lo suficientemente coherentes y personales como para fabricarte tu propia, sagrada y pecaminosa habitación verde.

Comentarios

  1. El cine es pasión en movimiento. El doblaje trasciende idiomas, conectando culturas. Voces expertas transmiten emociones, permitiendo a todos disfrutar de historias que atraviesan fronteras con autenticidad y magia.

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