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Francisco Ibáñez, un referente de vida

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Cuando un artista nos deja, queda el consuelo de que sus obras permanecen, de que podemos volver a ellas o redescubrirlas cuando nos plazca. Sin embargo, con la muerte de Francisco Ibáñez, el mejor, el más divertido, comprometido y original creador de comics que ha habido y habrá en la historia de nuestro país, será diferente. Cuando, en adelante, tenga lugar un Mundial de fútbol, unos Juegos Olímpicos, salte a la palestra un tema de naturaleza político-social o surjan personajes susceptibles de formar parte de una nueva aventura de Mortadelo y Filemón, nos acordaremos de Ibáñez y pensaremos en las ocurrencias que tendría en mente en cada caso. Un poco como Berlanga. Desde pequeño hasta el día de hoy, de Ibáñez he leído fundamentalmente a Mortadelo y Filemón , Rompetechos y 13, Rue del Percebe . Con la excepción de  Doña Urraca , no tuvieron rival frente a otros personajes de tebeos. Era Ibáñez frente al resto y siempre por encima del resto: se hacían insignificantes frente a los agen

Apostatado

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 "Amarás a dios sobre todas las cosas". Cuando, entre finales de los setenta y principios de los ochenta, me enseñaron los diez mandamientos en aquel cole unitario de la EGB donde la religión era obligatoria y evaluable a todos los efectos, no entendía el primero de ellos. Me confundía, me contrariaba, me molestaba. No podía aceptar de ningún modo, siendo además hijo único, el hecho de amar más que a mis padres a un dios que no veía ni sentía, pero que me condicionaba en todo y para todo según aquellos espeluznantes y adoctrinadores catecismos cuya portada cambiaba de color según el curso en que te encontrabas, llenos de preguntas y respuestas poco inteligibles que debías aprender de memoria y vomitar, tal cual, como un autómata. Fue mi primera crisis con la religión. Recuerdo que en las clases de catequesis que recibía los sábados por la mañana de cara a la primera comunión, entre 1980 y 1981, me hacía notar ante aquella guapa voluntaria seño Lola . Soltaba ocurrencias, tont

Abuela Ana

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Faltaba poco más de un mes para mi décimo cumpleaños cuando mi abuela paterna, Ana María Ruiz Peinado, falleció a causa de esa cruel enfermedad que, cuando viene de frente y te mira a la cara, no puedes hacer nada para abatirla. Recuerdo que una mañana de septiembre, me dijeron que la llevaban al médico y ya no salió del hospital hasta finales de octubre cuando, sobre las siete de la mañana, me despertó un mar de lágrimas en casa porque había acabado su sufrimiento. Durante el tiempo en que estuvo hospitalizada, me colaban en horario de visita hasta que su enfermedad se agravó. Un domingo, tras la sesión vespertina de cine, fue la última vez que la vi con vida: estaba sentada en una especie de hamaca que había en la terraza a la que podía acceder desde su habitación, con su figura iluminada por un sol que ya estaba poniéndose. Estuve con ella. La abracé, como siempre. Hablé de cosas seguramente rutinarias, sin importancia. Una enfermera entró entonces para hacerle la cura: “El niño deb